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París

No estoy seguro, pero creo conocí Paris gracias a Víctor Hugo. Su Notre-Dame de Paris me enseñó a reconocer el halo mágico del río y las calles que formaba alrededor de la catedral en el siglo quince.

También realicé, algunos años más tarde, un viaje desordenado, inacabado y oscuro al piso bohemio donde muere Rocamadour, y me crucé con la maga y Oliveira en algún puente iluminado por las farolas de luz apagada de Cortázar. Conocí una ciudad distinta, nocturna y desde luego pesimista y trágica.

Conocí su barrio latino gracias a Rodolfo, Marcelo, Museta y Mimi, con las penurias, alegrías y tragedias de su Boheme, y sus salones en el esplendor del diecinueve en las fiestas de Violeta, la traviata.

Películas como Charade o Cómo robar un millón me han acercado a sus museos o a sus calles y han convertido esta ciudad en un icono a una altura a la que sólo están Nueva York, Londres o Roma.

Y a través de las páginas de Expreso he recorrido el París más goloso, pero sobre todo me he sentado a tomar café al lado de la catedral cada vez que he querido.

Así que cuando por fin fui a París sabía que estaba llegando a una ciudad familiar, conocida. Me sorprendieron su urbanismo y sus calles de tiralíneas, de ciudad reconstruida y planificada. No son éstas las ciudades que más me gustan, si no aquellas donde las cicatrices de los años quedan marcadas en las calles como anillos de crecimiento en el tronco de un árbol viejo que ha tenido años mejores y peores, y donde el caos y el desorden de otros tiempos -no los de los actuales- ha dejado recovecos que nunca terminas de descubrir del todo.

Pero esta reconstrucción de despacho le ha dado a Paris, como a algunas zonas de Viena o de Londres, majestuosidad y clase en sus avenidas, sus edificios ordenados de planta regular y alzada homogénea con una característica especial además: todas sus calles son parisinas, ninguna de ellas podría estar sacada de otra ciudad.

Paris es una ciudad para pasearla. Más allá de sus museos -que sí- y de las márgenes del Sena -que también-, o de los iconos populares innumerables (torre Eiffel, Campos Elíesos, Arco del Triunfo, Louvre,...) lo que me pide el cuerpo es recorrer sus plazas, unas majestuosas (la de la Bastilla, la del ayuntamiento, pero sobre todo la de la Concordia), otras lujosas (abrumadora la Vendôme) y todas llenas de vida. Lugares como el museo Pompidou (en el distrito 4) no serían lo mismo en mi opinión sin los espacios ordenados a su alrededor, donde el agua de las fuentes fluye con la misma vitalidad que las gentes, turistas, títeres y parisinos que la llenan constantemente.

Esta semana he vuelto a visitar Francia y Paris. No he viajado allí, si no que he recorrido muchos de los lugares en los que antes había estado en la imaginación. He visitado el Rocamadour del Midi-Pyrénées, he regresado a Niza a comer en alguna terraza del puerto y he estado también visitando las calles donde el jorobado intentó raptar a Esmeralda. Es lo bueno que tiene Francia, que nunca se borra de la memoria.

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