Números en el suelo (santa Eufemia)
En ocasiones, por motivos que no vienen al caso, asisto a alguna de las -numerosísimas- romerías que se celebran a lo largo de la geografía gallega (una por parroquia, seguramente). Más allá de que me gusten -que no todas- sí despiertan en mí una curiosidad más etnográfica que folclórica, que también algo (hace años que el impacto espiritual es inexistente), y únicamente mi pereza natural me impide profundizar más en determinadas costumbres.
Hace unos días estuve en la de Santa Eufemia, en un lugar cerca de Leira (A Coruña) y me llamaron la atención poderosamente las piedras de delante de la iglesia: una colección de losas, algunas del tamaño de lápidas (otras no) casi todas ellas numeradas a cincel y conciencia en dígitos modernos de unos veinte centímetros de altura.
La secuencia, sin mucho orden ni concierto se antoja arbitraria y caótica. Pregunté al oficiante del evento religioso a su finalización, pero no supo aclararme con seguridad el origen del asunto: supone que son posiciones de lápidas retiradas en su momento y sustituidas por losas homogéneas de modo que se ha identificado la posición de las tumbas con números cuya concordancia con nombre -se supone- estará anotada en el registro de la diócesis compostelana, que es la que le corresponde. Sería buen motivo para volver a san Martín Pinario, en la capital del país (disculpen la licencia), joya entre las joyas y almacén del registro.
También llamó mi atención, poderosamente, las banderas patrias (dos, la gallega y la española) que coronaban el campanario, así como la interpretación por la charanga -desde el exterior de la capilla, eso sí- del himno español (versión corta, por suerte) durante el rito de la consagración. Yo, que estaba fuera buscando sombra al igual que los músicos, -los de la foto gaiteiros en espera- me quedé bastante sorprendido de esa comunión programada de los ritos del estado y de la iglesia. Parece ser que es hábito también en pueblos castellanos, o al menos eso afirmó Arita de su Segovia según lo tuiteé.
En fin, que allá cada uno. Yo, para entretenerme, me dediqué a mojar a los niños -a traición, evidentemente- con una fea pero efectiva pistola de agua que allí mismo compré por dos euros. Todos tenemos nuestras tradiciones, y éstas no es bueno perderlas del todo.