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¿Los mejores restaurantes del mundo?

Esta semana pasada la publicación Restaurant hacía pública su particular lista de los cincuenta mejores restaurantes del mundo (la noticia aparecía en Expreso en este enlace) como contrapunto y competencia, según muchas opiniones, a la más habitual confeccionada por la Guía Michelín.

Gran polémica ha surgido en días posteriores, avivada fundamentalmente por uno de los que más ha descendido en relación a la anterior, el grandísimo cocinero Martín Berasategui (@berasategui), cuyo restaurante se ha visto relegado al puesto sesenta y siete de la lista, que ha arremetido contra la subjetividad y falta de rigor del listado, calificándolo de irreal, injusto y amañado.

No sé si tiene razón. En realidad probablemente nadie pueda probarlo. Es harto improbable que cada uno de los ochocientos miembros del jurado que ha votado haya comido al menos una vez en cada uno de los restaurantes que aparecen en la lista. Si ampliamos la relación de locales visitados para incluir a muchos que finalmente se puedan quedar fuera de mención entonces está claro que ninguno –está bien, casi ninguno, dejemos abierta una pequeña posibilidad- de los cientos de jueces tiene información suficiente para hacer una valoración. Como mucho estamos, pues, ante la lista de los restaurante más populares del mundo desde la óptica subjetiva –y quizá partidista- de unos señores que no representan la opinión general y que además se basan en criterios de amiguismo –es inevitable- y popularidad elitista en vez de en la calidad exclusivamente.

Pero supongamos que fuese cierto. Esos restaurantes no sólo son auténticos templos  gastronómicos si no que son exactamente los mejores del mundo utilizando algún tipo de criterio que por supuesto no está al alcance del común de los mortales. ¿Y ahora qué? El precio medio de un menú degustación en cada uno de ellos ronda, de media, los ciento cincuenta euros más impuestos por persona. En Arzak, por ejemplo, según su web, un cubierto tiene un coste de ciento setenta y cinco lereles más bebidas e iva, por lo que nos pondremos –sí o sí- por encima de los doscientos. El Noma tiene un menú de mil quinientas coronas danesas (doscientos un euros), el Celler de Can Roca tiene degustaciones a partir de los ciento treinta (de los más baratos entre los mejor valorados), y el propio restaurante de Berasategui tiene unos precios al alcance de pocos bolsillos.

Que sí, que el debate es muy viejo y que ya está ganado, que la élite tiene que ser cara y que a esos sitios no se va a comer si no a disfrutar de una experiencia sensorial única y además costosa. Estoy de acuerdo. Pero, ¿y qué hacemos con los restaurantes de verdad, los pret-a-porter de la cocina, esos que ajustan la oferta de sus mesas al producto local y de temporada y al presupuesto del cliente objetivo que aparecerá por la puerta?

Se argumentará que el número uno de esa lista –y otras muchas- se basa en la sostenibilidad y en los productos locales. Su éxito se basa en la fantástica explotación de la materia prima local, pobre y limitada, que con maestría llevan a la mesa mediante una elaboración simple y de calidad. No lo he podido comprobar, pero estoy seguro de que es cierto. Pero también estoy seguro (segurísimo, disculpen mi osadía) de que por muy bien explotados que estén sus recursos locales el resultado no podrá ser tan honesto como en decenas (sí, decenas) de restaurantes gallegos –o vascos, o italianos, o castellanos, o …- que, basados en la altísima calidad de los productos locales (abrumadora en el caso de los gallegos y en muchos de los que conozco de otros sitios) consiguen resultados sencillos, honestos y que suponen un auténtico festival para los afortunados paladares que por allí se pasan. Y lo que es seguramente más importante a unos precios de mercado, ajustados a casi cualquier bolsillo, y no sólo al alcance de una élite gastronómica.

Así, estoy seguro de que en casi ninguno de esos cincuenta o cien restaurantes se podrá obtener una sensación tan placentera como cuando te enfrentas a una bandeja de mejillones abiertos al vapor en Lorbé, o a una ración de calamar a la plancha recién desembarcado en el puerto de Laxe, o a un guiso de pulpo a la mugardesa en aquella pequeña villa de A Coruña. Y si queremos pagar algo más (no hipotecarnos), podremos acudir a sitios como Artabria en A Coruña, A Adega do Emilio en Ourense o Abastos o Garum Bistró en Santiago de Compostela donde tendremos elaboración, originalidad, calidad, servicio y muchas otras cosas –además de unos productos de primera que por mucho que nos digan no están disponibles en cualquier lugar- a cambio de un precio muy razonable.

Donde pongo yo estos sitios ponga usted los suyos. Y sigamos venerando a los gurús de la gastronomía. Pero valoremos como se merecen a los auténticos templos a los que estamos invitados todos los mortales, no sólo los bendecidos por la varita de Michelín o de Repsol.

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