Diario de un crucerista: Venecia
Si un viaje es una búsqueda de experiencias y momentos, cualquier manera de hacerlo es lícita si se alcanza este objetivo. Sea cual sea el destino, el medio de transporte, el presupuesto o la compañía, el botín de recuerdos y enseñanzas que obtengamos le dará a la experiencia su valor final. Una imagen hoy, al menos, ha justificado todo este viaje: la basílica de san Marcos.
Es Venecia de por sí una ciudad excepcional. Desde la plaza de Roma, último punto con tráfico rodado al entrar en la ciudad, un laberinto de canales y palacios se encadenan en aparente infinidad. Sin dos edificios iguales en toda la ciudad y todos ellos identificables con ella, parece suficiente el premio al pasear ya sea en sus desbordadas de turistas vías principales como en las pequeñas y vacías laterales donde siempre descubrir un puente nuevo, o una góndola doblando un recodo imposible.
Y entre la decadencia de sus construcciones, permanentemente dañadas por la humedad y el salitre, pasando por una calle que podría ser cualquiera, se aparecen los mármoles tallados de cualquiera de las fachadas de la basílica, con sus policromías y sus oros, en la plaza más famosa del mundo. Junto al palacio ducal y la torre del reloj crean un conjunto arquitectónico sin comparación en ningún otro lugar del mundo. Ya no cuesta creer pues esas leyendas de cafés pagados a precio de oro, pues oro es lo que allí se ofrece.
Poco a poco se irá borrando de mi memoria cómo llegué hasta allí y qué hice después, pero los mármoles del templo quedarán grabados en mi cabeza. Recordaré también gracias a estas notas el gueto judío, a pocos metros de la calle Nova, que este año dos mil dieciséis cumplirá quinientos desde que el duque de Venecia regalara ese barrio a los hebreos maltratados desde países bárbaros –como España-. Guardaré otras muchas sensaciones, pero ninguna como la que transmite esa plaza.