La castaña
Sin llegar a la exageración de algunos que hace poco afirmaban que el primero de septiembre comenzó el invierno en España, estos días he experimentado los primeros síntomas de la llegada -temprana- del otoño. Que se lo digan a los días, que ofrecen puestas de sol cada vez más tempranas acortando las horas de luz.
Es posible que las temperaturas en esta costa gallega poco dada a excesos indiquen lo contrario y se prolonguen los calores moderados que tenemos ahora durante el mes en curso, pero a mí no me engañan. Ayer mismo, cuando paseaba (bueno, quizá simplemente pasaba) por una periférica calle de A Coruña en busca de una bicicleta en la que desplazarme hasta el centro un castaño dejó caer sobre mi cabeza, sin mediar provocación ni aviso, uno de sus redondos y llenos frutos.
Debo decir, en su descarga y seguramente causado por lo temprano de las fechas, que el erizo contenedor se mantuvo, verde e intacto, agarrado a la rama por el bien de mi cabeza. Y yo, desde la perplejidad de encontrar allí la fagácea y sin ningún resquicio de indignación, tomé la decisión, inapelable, de comenzar a pensar en clave de otoño mientras desnudaba, con los dientes como único instrumento, aquella hermosa castaña.
Así el fin de semana podré, por fin, poner a remojo las habas que llevan semanas esperando que se levante la veda, y estrenaré ya sin rubor la panceta ibérica que en el estante más fresco de la despensa termina de coger el punto de sal. Algo improvisaremos el domingo en casa, quizá acercándolo a una fabada con un par de chorizos y una morcilla o simplemente mezclando esos dos actores con una cucharada de pimentón ahumado.