La primera mentira
No hay momento más desagradable en el año según las costumbres sociales del país en el que vivo que la cabalgata del día cinco de enero. No, no tengo ningún trauma asociado a este evento, vaya esto por delante. Nadie me pisó ni me robó los caramelos en alguna acera mojada por la lluvia. Ni me pasó una rueda de un remolque disfrazado de barco pirata por encima del pie. No es nada de eso. No ha hecho falta.
Nunca he visto con agrado el tema este de los magos estos o el Nicolás aquel. Ya de pequeño, cuando no entendía nada, veía con malos ojos que un señor –o varios- entrase en mi habitación por la noche a dejar paquetes. No los regalos, claro. Estos me han encantado siempre, pero más desde que sé que me los hacen mi familia y mis amigos. Por eso no entiendo por qué esta persistencia en hacer creer a los niños que unos señores mitológicos les traen juguetes porque sí (lo de traerlos por ser bueno todavía me parece peor, pero eso da para otro día). Esta mentira, innecesaria, mantiene a los niños engañados durante años, incluso cuando ya con uso de razón sus padres mantienen la perversión haciendo sufrir a la criatura un desengaño irracional el día que se enteran del absurdo abuso de autoridad.
Y además es innecesario e improductivo porque ¿qué gana nadie? Discrepo, claro, de los que argumentan la ilusión que hace a los niños el asunto. A los niños les hace ilusión que les regalen cosas, pero no especialmente que los traigan unos señores desconocidos. Es más, me atrevo a decir que la alegría es superior si cuando los niños van a casa de los tíos a buscar los regalos saben que han sido éstos los que se los han comprado, y no la absurda historia de que un señor que estuvo anoche en su cuarto, en vez de dejarles todos allí, les ha llevado el tren eléctrico a otro sitio que está, quizá, a cientos de quilómetros.
Y aún iría más allá. Porque a los niños les hacen ilusión pero ¿y a los mayores? Qué quiere usted que le diga. A mí cada año me apetece más abrir los regalos que me han hecho. Y sé positivamente quién ha comprado cada uno, no hace falta que me lo digan. Pero eso no empeora la experiencia. Al contrario, no hay mejor mañana en el año que la del seis, en la que todos los regalos alfombran la sala y durante media hora un caos de papel y bolsas reina en el suelo. Compensa, con creces, el despropósito de compras de los días anteriores. Pero es un placer adulto que creo que los niños no entienden. Es más, los educaría si de mí dependiese –por suerte para todos no es así- en el placer del regalo durante todo el año pero prohibiría su participación en esta fiesta hasta que tuviesen autonomía para comprar regalos y colaborar activamente en el festín. Mientras tanto a entretenerse con chocolate y roscón o lo que proceda.
Y mientras no se imponga la cordura y se prohíban los disfraces siniestros de magos o papanoeles que asustan a la gente y dejen de salir en procesión en cabalgata los concejales, alcaldes o quien sea con sus barbas doradas postizas, mientras sigan formándose hordas de niños desbocados y tomen las calles sin concierto, seguiré utilizando el único remedio que tengo a mano: desaparecer de la ciudad durante esas horas; montar en el coche y no volver hasta que no queden caramelos en el suelo y el último monstruito se haya retirado a su casa con la falsa creencia de que unos desconocidos le van a regalar cosas durante esa noche.