Diario de un crucerista: la llegada al barco
Nunca había volado a Atenas. Cuando el avión que te lleva viene del oeste se sobrevuela la historia de la civilización occidental y, con un día despejado, se pueden ver desde las guerras médicas a las victorias sobre Jerjes como si estuvieses en el sofá conectado a google maps. Y las luchas entre Esparta y Atenas, claro. Yo soy más de Esparta que de Atenas, creo. Un gallego ignorante es de la una o de la otra con la misma tibieza y volatilidad que si tiene que elegir entre el Albacete o el Ciudad Real, pongamos por caso. Pero siempre simpaticé más con el Peloponeso y sus historias que con el Ática burguesa, usted ya me entiende.
Cuando se avista Grecia desde el aire en un día sin nubes uno quiere ser espartano, corintio y lo que crea distinguir y recordar desde la distancia, porque este mapa no tiene etiquetas. Y cuando aterriza, y el autobús te deja en el Pireo ya más cerca del bufet de media tarde en la cubierta once del NeoRiviera que de la Acrópolis, se tiene la tentación más de comprobar en el mapa si el punto aquél era Itaca o tal que de andar piedras, que ya si eso mañana habrá excursión.
Localizo Makronisos, sobrevolada en el último giro antes pisar tierra, y con la sensación de ser un argonauta moderno me acomodo en mi camarote de clase turista y me preparo para la vida del crucerista. Creo que podré hacerlo.