Viajes (Marco Polo)
No recuerdo qué hacía yo aquella mañana en el barrio de Los Castros ni por qué bajaba la calle andando. Creo que llevaba algo de prisa porque a la vez que la imagen del escaparate se me viene a la cabeza un cierto remordimiento en el momento en que me paré, justo delante del cristal. Tras él, cientos de libros se amontonaban en columnas imposibles.
Lo cierto es que entré con la euforia contenida del que descubre una cueva oculta en las rocas o un nido de gorriones en la camelia del jardín; habría jurado que aquella tienda no estaba allí antes. No eran cientos si no miles, o al menos esa sensación me dio. Grandes, pequeños, limpios o sucios, se agolpaban en hileras de interminables estantes o en montañas de volúmenes apilados con la precisión de quien construye castillos.
Empecé a recorrer los pasillos intentando descifrar los lomos con la dificultad de mi corta visión y unas gafas que creo estaban empañadas. Acercando la cabeza en exceso para buscar la distancia perfecta fui buscando no sé qué entre tomos de enciclopedia y novelas de todas las épocas y colores posibles. Como cada vez que me he visto en un lugar así encontré decenas de ellos que me gustaría comprar pero a pesar del precio -por debajo de cinco euros todos- por algún motivo que no sé explicar los iba dejando en su estante después de fantasear con tenerlos.
Salvo éste. Casi al fondo de la enorme tienda, en algún estante más elevado de lo que mis ojos hubiesen deseado, el título corto y sencillo en su canto blanco me permitió intuir de qué se trataba. Lo bajé con ayuda de un taburete de tres patas -me parece que fue así- y sé que durante un buen rato me quedé mirando sus portada amarillenta, más sorprendido por el precio en su esquina que por su contenido, nuevo también para mí. Un euro y medio, ponía -todavía pone; lo he mantenido pues me parece parte del encanto de mi libro-.
Y ese sí me lo llevé. No sé que fuerza me hace dejar los libros otra vez sobre la mesa después de soñar que son míos pero desde luego no fue capaz en ese momento de hacerme desprender de aquel pequeño montón de papeles oxidados a pesar de -probablemente- no haber sido todavía hojeados.
Y así empecé mi viaje por el Oriente más lejano, desde Venecia hasta Catai, desde Italia hasta China. A lo mejor se puede conseguir más por menos, pero no creo que sea fácil.