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Dos tipos geniales (una luz verde, una tortilla con salchicha, una Guiness y una melodía)

 

Casi hace ya una semana que desembarqué de la aventura irlandesa, y una melodía sigue reproduciéndose en mi cabeza con la persistencia de lo inacabado, de lo insatisfecho.

Quizá el germen de esta obsesión renaciese unas semanas antes, cuando uno de los protagonistas del viaje recorrió los bosques de Finlandia en busca de esa luz verde del cielo, pero esta historia realmente empezó muchos años atrás, cuando un día cualquiera de verano estaba viendo la televisión por la noche mientras cenaba una de las innumerables tortillas con salchichas que mi abuela me preparó con regularidad milimétrica y que tantas veces después reproduje;  una película ya empezada y cuyo nombre supe años después me descubrió uno de los espectáculos más fascinantes que nunca he visto: las auroras boreales. 

Una música envolvente y única se asoció en mi cabeza a aquellas luces misteriosas, de modo que cada vez que en cualquier lado he visto una imagen de aquel fenómeno mi cabeza ha vuelto a tararear de manera enfermiza su melodía. Y volvió a abrirse esa grieta cuando Rafa (al que sigo con devoción -inofensiva-) volvió del norte más norte con su cosecha de pequeñas joyas.

Claro, no ayudó seguro el viajar poco después a las tierras bárbaras, con su aire decadente e industrial,  ni la tisana de cebada que a menudo allí nos tomamos fue alivio para la desazón. Miguel, con su pegatina de Héroe Local (extraña coincidencia) y el maestro Pérez, contador de historias de estrellas y de mundos, al que interrogué hasta la insolencia acerca de su experiencia, avivaron la obsesión de la que mi pereza me ha protegido siempre: debo ver una aurora.

Como un enfermo que se hace inmune a su medicina, no ha servido esta vez volver a escuchar a Mark Knopfler con su melodía interminable, igual que sé que no valdrá de nada ver una vez más a Burt Lancaster bajo las estrellas en aquella pequeña joya del cine escocés. Tendré que ir yo a buscarla esta vez.

Mientras tanto, con la esperanza de que el placebo alargue mi resistencia, me he dado de alta como héroe local de Nomaders, pues a lo mejor debo empezar por ayudar a conocer mi ciudad y acostumbrar mis ojos a ver lo mismo pero con ojos distintos. Y desperezarme. Quizá me sirva para sentirme como aquel chico que visitó un pueblo de Escocia y conoció un mundo distinto. O su jefe, que buscaba petróleo y encontró auroras boreales. O como me sucedió a mí en Irlanda, que conocí a dos tipos geniales.

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