El valor de una mejora (guisantes con jamón)
Llegas al hotel cansado, más tarde de lo previsto, y al abrir la puerta de la habitación encuentras una caja de bombones encima de la mesa y una cesta con fruta. Tus penas se desvanecen inmediatamente y una sonrisa ilumina tu cara.
Te bajas del taxi que te lleva al aeropuerto con la resignación del que va a estar doce horas encajonado entre dos asientos de clase turista, cuando al facturar tu equipaje compruebas que te han asignado embarque preferente y asiento en la fila dos. Allí te reciben con una copa de champán. Será tu mejor vuelo, sin duda.
Sábado por la tarde, tras una semana delirante, una hora de pelea para hacer transitar el carro de la compra en los atestados pasillos del supermercado y quince eternos minutos soportando a los tres monstruitos que acompañan al matrimonio que te precede en la caja, un amable empleado te entrega, como regalo por esas dos cajas de galletas que te has comprado, una tableta de chocolate belga, que decides alegrará de inmediato tu regreso a casa.
Pequeñas mejoras; insignificantes gestos que probablemente podrías haber planificado tú mismo, pero que toman valor por inesperados, por instalar en ti la sensación placentera de que alguien se ha molestado –aunque sea levemente- por mejorar un poco tu vida.
Viernes al mediodía. Decides sustituir los guisantes congelados –dignos, dignísimos en realidad- por un quilo de los frescos que, con calma, desgranarás al llegar a casa pues hoy puedes permitirte comer un poco más tarde. Cien gramos –ciento cincuenta, qué coño- de jamón ibérico que coronarán la suntuosidad de los chícharos. Aceite de oliva, vírgen y crudo. Y pimentón de la Vera, ahumado y agridulce. Cueces los guisantes veinticinco minutos y les añades el jamón picado (sin asomo de sartén), media cucharada del mejor pimentón del mundo (perdónenme, murcianos) y un chorro de aceite verde, intenso.
Colocas los pies encima del sofá y el mundo se detiene, para ti, durante el tiempo que necesites.